jueves, 19 de mayo de 2011

El río de la vida

Gastón Bachelard




El Matarraña







Anoche llegué de Valderrobres, tras cuatro días de contrastes: mucho contacto con amigos y amigos de amigos y bastante tiempo también dedicado a la reflexión, la lectura, la escritura. Y siempre allí la seducción del río bajo el corredor de mi habitación. Me hundo en el placer -que siento antiguo, vinculado a la niñez, a la pubertad- de la contemplación. El Matarraña todo lo acalla. A veces subo corriendo a mi cuarto y busco el río bajo mis pies para procurarme un tipo de calma que comparte sustancia con la que busco en Gastón Bachelard cuando el mundo se vuelve ruidoso. Creo que no está mi ánimo propicio a recibir tranquilo el soplo de tanta gente, de tantos saludos, de tantos conocidos, dejando aparte los amigos. Entonces llego aturdida de la calle, de las gentes, de la plaza que siempre estos días está hirviendo de encuentros, y necesito el río, ese decurso de Heráclito, el agua que está como remansada pero se mueve y es apenas perceptible; resbala, suena lo suficiente para acompañar el pensamiento, pero no lo arrecia ni lo apremia. Tampoco te deja triste o melancólica como las aguas estancadas.

Hubo experiencias interesantes y además hay alguien allí con quien al hablar se establece una intimidad siseante y cómplice, pero alguna vez regresé a mi río, aturdida, intentando en vano recordar una cita que venía a decir que había que tener cuidado al zarandear por ahí la vida entre demasiadas voces, demasiada charla, demasiado bullicio... no fuera a ser que tu propia vida acabara convirtiéndose en una extranjera inoportuna.

miércoles, 11 de mayo de 2011

El asedio de la felicidad.



El asedio de la felicidad.



Escher. Escaleras imposibles



Qué hartos estamos de que tanto redentor locuaz nos persiga bamboleando las tablas de la felicidad sobre nuestras cabezas cual Moisés empinado sobre las testas de los hebreos en lo alto del Sinaí; de que se exhiba la felicidad como algo susceptible de contornos descriptivos precisos que podemos adquirir por el módico precio de asimilar un decálogo de sabiduría enlatada. Empero, qué hartos también de que el significante felicidad, convertido ahora en constructo emotivo, dable a tantas interpretaciones a partir de la cuales de tanto significar ya no significa nada, se preste, por virtud de esa ambigüedad, de esa maleabilidad, a ser monopolizado y redefinido hasta la extenuación por cualquier moisés moderno que intuye en sus subalternos del pueblo llano el pecado de la desdicha.


Mientras la crisis excita tentaciones prosaicas aunque no quede ni en la ciudad ni el templo oro que fundir, los nuevos gurús, refundidos en oportuna mezcla de pseudociéntíficos mesiánicos, reparten sus nuevas por tenderetes, escaparates, bibliotecas, peanas televisivas o salones de conferencias ante auditorios que de mano son castigados por haber soñado con el dorado becerro en lugar de haber prohijado la castidad material y la conformidad espiritual que invite a buscar la felicidad en el interior de uno mismo o en lo más recóndito del alma (ay, el alma, ese otro comodín; a menudo ese otro constructo barato) Exhortan y exhortan a buscar y rebuscar la felicidad en ese mítico interior de uno mismo, es decir, donde precisamente el que anda atribulado no puede encontrarla, no en vano ha acudido solo, anónimo, más necesitado que reticente, uno más entre las hordas de afligidos, a recibir el amparo o el consejo de los lucrados y doctos superventas ayudadores de autoayudarse. Y qué gran intimidad esperanzadora procura la palabra autoayuda como antesala de esa inminente comunicación entre emisor y receptor, entre fuente y recipiente, entre el prócer feliz y el no aleccionado en felicidad.


Un, dos, tres... ¡ya!: Preparémonos todos para quedar en evidencia por haber sido pobres en moneda o en espíritu y por haber soñado el becerro dorado y dejémonos instruir por aquellos que esconden a Apis en la vitrinas lustrosas de sus escritorios y tras cerrar la llave corren a conminarnos a abrazar la misma felicidad que ellos irradian desde su perfecta autoestima, ni mucha ni poca sino la dosis de manual indicada. Vienen a mí y a ti, y a él y al otro, a todos nosotros vienen a mostrarnos, a explicarnos cabalmente lo fácil que en realidad es ser simplemente felices; y así lo enseñan y así lo difunden y lo proclaman y lo venden porque saben de lo que hablan, porque a forjar sus teorías -que ni siquiera conjeturas- a muchos de esos propagadores de llamas de dicha maciza les ha enseñado la vida (¿ramplón este argumento?) y otros han extraído sus conclusiones también del estudio de la vida, pero a través sus exóticos viajes, y hay otros a quienes les ha servido para estos fines pedagógicos no el estudio de la psicología sino lo que con la psicología han hecho por su cuenta y lo que su talento les alcanza y tal vez, a menudo, a veces, lo que su interesada actitud les dicta. Conocen, cómo no, cada una de las pautas exactas, psíquicas y de conducta, que todos y cada uno de nosotros precisamos adquirir, ensayar, cambiar, modificar, mejorar… para ser ejemplarmente felices. La misma cerbatana sirve para soplar la misma felicidad a miles de dianas distintas. Te la soplan a la cara, a veces sin que medie requerimiento. O la escriben, la imprimen y la venden; toda la felicidad reunida en un único prontuario de sencillos postulados, porque para qué tratados documentados o pormenorizados estudios o fárragos de datos empíricos si la ética que precede las intenciones de estos sofistas modernos hace las veces de justificación sobrada. Un único breviario es suficiente para satisfacer la complejidad de cada necesidad particular e intransferible de cada ser humano infeliz.


Hermanos, olvidemos el cáliz de la sangre de Cristo, olvidemos la copa maldita en que rebosó la absenta y bebamos del nuevo elixir color verde esperanza apurando todos juntos este otro cáliz de nuestra salvación.


martes, 10 de mayo de 2011

Chantal Maillard "Hilos"

UNO

Uno.
Porque hay más.
Más están fuera.
Fuera de la habitación.
Fuera de las demás habitaciones.
Fuera de la casa.
La casa es demasiado grande.
Se extienden cuando duermo.
Porque también hay muchas.
Últimamente están deterioradas.
Húmedas. Ciegas.
Depende de los días.
Depende de las nubes.
También de las imágenes.
Sobre todo, depende de los hilos.
Partir es dar pasos fuera.
Fuera de la habitación.
De la mente, no:
no hay. Hay hilo.
Partir es dar pasos
fuera de la habitación con el hilo.
El mismo hilo.
A veces se rompe
el hilo. Porque es endeble,
o porque la otra habitación
está oscura. Sin
querer, tiramos de él y se rompe.
Entonces queda el silencio.
Pero no hay silencio.
No mientras se dice.
No lo hay. Hay hilo,
otro hilo.
La palabra silencio dentro.
Dentro de uno —¿uno?

Chantal Maillard viene a Zaragoza, al encuentro Este Jueves Poesía

















viernes, 6 de mayo de 2011

Esperando la tormenta...

Edvard Munch. La tormenta



Las tormentas son lo mejor de este lugar. Habito en ellas, las aguardo con la puerta abierta y el alma en vilo como a huéspedes de honor, como a solemnes libros andantes, como a madres colosales nutridoras y amantísimas, como a silenciosas marabuntas de animales divinos intuidas en la lejanía.



Shhh... ahí llega la tormenta.