jueves, 21 de octubre de 2010

Cuando escribir era una fiesta.

"Incluso cuando sentimos un latido de alegría al encontrar un adjetivo acoplado con felicidad a un sustantivo, que nunca se vieron juntos, no es el estupor por la elegancia de la cosa, por la prontitud del ingenio, por la habilidad técnica del poeta lo que nos impresiona, sino la maravilla ante la nueva realidad sacada a la luz." Cesare Pavese
Pero hay días que lavorare stanca; el día revienta en las manos, no hay floraciones nuevas, las letras cortan, anudan, se camina por el filo cimbreante de un cuchillo opaco y lento esperando que el vapor de lo irreflexivo nos aplaque. Es entonces que la letra me está llagando como un ayer y un mañana sin hoy porque en el hoy no hay hoy, sino inmolaciones, horas no cooperantes, minutos rastreros en atropello esteril de los siguientes minutos. Es entonces que siento un tiempo como dentaduras circulares concéntricas en torno, un tiempo astado, un zigzag amarillo en la percepción de lo minúsculo, un lóbulo gris veteado de mancahas amarillas, una parquedad cerebral en lo izquierdo del cráneo, un inconcluso danzar de tinta, unas zapatillas rojas que me arrastran como en el cuento; impelida por su propia voluntad motora me llevan a mí no se sabe dónde y yo me canso y canso dentro de sus hormas hilarantes a mi costa. Me convierto esos días en una criatura, en el dasein de Heidegger. Una criatura es no un ser que se dirige, sino una otredad con liviandez de hoja seca. Así que acabo escribiendo lo más a lo loco que soporto, a lo Duras, dándome sorpresas, a tumba abierta (según cuenta Vila-Matas que escribía la Duras) preguntándome si debajo del descarrilamiento hay alguna opulencia de creación y lírica y literatura o tan sólo ruido.