miércoles, 11 de mayo de 2011

El asedio de la felicidad.



El asedio de la felicidad.



Escher. Escaleras imposibles



Qué hartos estamos de que tanto redentor locuaz nos persiga bamboleando las tablas de la felicidad sobre nuestras cabezas cual Moisés empinado sobre las testas de los hebreos en lo alto del Sinaí; de que se exhiba la felicidad como algo susceptible de contornos descriptivos precisos que podemos adquirir por el módico precio de asimilar un decálogo de sabiduría enlatada. Empero, qué hartos también de que el significante felicidad, convertido ahora en constructo emotivo, dable a tantas interpretaciones a partir de la cuales de tanto significar ya no significa nada, se preste, por virtud de esa ambigüedad, de esa maleabilidad, a ser monopolizado y redefinido hasta la extenuación por cualquier moisés moderno que intuye en sus subalternos del pueblo llano el pecado de la desdicha.


Mientras la crisis excita tentaciones prosaicas aunque no quede ni en la ciudad ni el templo oro que fundir, los nuevos gurús, refundidos en oportuna mezcla de pseudociéntíficos mesiánicos, reparten sus nuevas por tenderetes, escaparates, bibliotecas, peanas televisivas o salones de conferencias ante auditorios que de mano son castigados por haber soñado con el dorado becerro en lugar de haber prohijado la castidad material y la conformidad espiritual que invite a buscar la felicidad en el interior de uno mismo o en lo más recóndito del alma (ay, el alma, ese otro comodín; a menudo ese otro constructo barato) Exhortan y exhortan a buscar y rebuscar la felicidad en ese mítico interior de uno mismo, es decir, donde precisamente el que anda atribulado no puede encontrarla, no en vano ha acudido solo, anónimo, más necesitado que reticente, uno más entre las hordas de afligidos, a recibir el amparo o el consejo de los lucrados y doctos superventas ayudadores de autoayudarse. Y qué gran intimidad esperanzadora procura la palabra autoayuda como antesala de esa inminente comunicación entre emisor y receptor, entre fuente y recipiente, entre el prócer feliz y el no aleccionado en felicidad.


Un, dos, tres... ¡ya!: Preparémonos todos para quedar en evidencia por haber sido pobres en moneda o en espíritu y por haber soñado el becerro dorado y dejémonos instruir por aquellos que esconden a Apis en la vitrinas lustrosas de sus escritorios y tras cerrar la llave corren a conminarnos a abrazar la misma felicidad que ellos irradian desde su perfecta autoestima, ni mucha ni poca sino la dosis de manual indicada. Vienen a mí y a ti, y a él y al otro, a todos nosotros vienen a mostrarnos, a explicarnos cabalmente lo fácil que en realidad es ser simplemente felices; y así lo enseñan y así lo difunden y lo proclaman y lo venden porque saben de lo que hablan, porque a forjar sus teorías -que ni siquiera conjeturas- a muchos de esos propagadores de llamas de dicha maciza les ha enseñado la vida (¿ramplón este argumento?) y otros han extraído sus conclusiones también del estudio de la vida, pero a través sus exóticos viajes, y hay otros a quienes les ha servido para estos fines pedagógicos no el estudio de la psicología sino lo que con la psicología han hecho por su cuenta y lo que su talento les alcanza y tal vez, a menudo, a veces, lo que su interesada actitud les dicta. Conocen, cómo no, cada una de las pautas exactas, psíquicas y de conducta, que todos y cada uno de nosotros precisamos adquirir, ensayar, cambiar, modificar, mejorar… para ser ejemplarmente felices. La misma cerbatana sirve para soplar la misma felicidad a miles de dianas distintas. Te la soplan a la cara, a veces sin que medie requerimiento. O la escriben, la imprimen y la venden; toda la felicidad reunida en un único prontuario de sencillos postulados, porque para qué tratados documentados o pormenorizados estudios o fárragos de datos empíricos si la ética que precede las intenciones de estos sofistas modernos hace las veces de justificación sobrada. Un único breviario es suficiente para satisfacer la complejidad de cada necesidad particular e intransferible de cada ser humano infeliz.


Hermanos, olvidemos el cáliz de la sangre de Cristo, olvidemos la copa maldita en que rebosó la absenta y bebamos del nuevo elixir color verde esperanza apurando todos juntos este otro cáliz de nuestra salvación.