sábado, 11 de junio de 2011

"Heridas causadas por tres rinocerontes" de Fernando Sanmartín. Los días oblicuos del ruiseñor.


Leí este libro con sobrecogimiento y un entusiasmo extraño. Y con gratitud, porque de este libro salí (¿salí?) con más ganas de vivir y de nombrar lo vivido.
Leer es un verbo torpe que no refleja lo que hice mientras recorría esas páginas. Leer es un verbo que resulta banal cuando de lo que hablo es de enchufar los ojos a una corriente eléctrica de miles de voltios. Por eso temblaba cuando quise hablar de lo que leí y destacar algún fragmento. Iba a copiar algunos pasajes tras una primera lectura y, al intentar localizarlos, me vi envuelta en una segunda lectura que no podía dejar y en la imposibilidad de entresacar solo dos o tres párrafos. Nada que extractar porque todo es extracto, todo es médula. Las citas que al fin extraigo me recuerdan que estoy hiriendo el todo, un todo que ya ha sufrido las heridas causadas por tres rinocerontes, un todo que su autor dudó sacar a la luz:

“He dudado porque yo también viví días oblicuos durante su escritura, días demasiado largos como el título del libro, un título que es un resumen de los límites. He dudado porque sus páginas hablan de Yorgos, un niño al que le diagnosticaron, antes de cumplir cuatro años, una leucemia; y con ese diagnóstico supe que la enfermedad aparece de pronto, como un hampón que intenta hacer de nosotros su botín.”

Pero la enfermedad remite y el libro se publica cuando Yorgos ha cumplido ocho años y se nos anticipa que ya juega a fútbol y puede esquiar en inviernos sin aludes porque hay aludes…

(…)que te pueden sepultar para siempre. Porque yo salí de un alud. Y aún no sé cómo.”

Fernando Sanmartín salió de ese alud y nosotros salimos de esa lectura habiendo aumentado nuestro conocimiento sobre las tempestades.
Por eso ese entusiasmo que antes califiqué de extraño, porque aunque ya podemos continuar leyendo habiendo salvado el primer temor, la terrible amenaza sobre el niño, es imposible escapar a un sostenido estremecimiento y, aún así, es imposible no gozar lo escrito, no responder a esa paradójica condición de lo bello con la que el autor se ha comprometido y que afronta de pie, evidenciando un porte de caballero, en una sala de tribunal de la que saldrá un veredicto que se retrasa, una respuesta que hay que esperar sin derrumbarse aunque…

“Aunque haya respuestas que me derriban. Respuestas como un tintero arrojado a la cara. Respuestas que me dan miedo. Respuestas que lo saquean todo”

Hay que permanecer de pie mientras se necesita que cese la desesperación, como Gregory Peck en la película “Matar a un ruiseñor”:

“Ha muerto Gregory Peck un día caluroso, un día en que mi vida es un boceto, un día sin disparos. Hoy hubiera querido ver una película suya, alimentar el conjuro, decirle adiós de esa manera. A cambio, lo que hago es recordar quién era yo cuando vi por vez primera Matar a un ruiseñor, cuando aún no sabía que la vida es un alquiler, cuando ignoraba que en toda biografía no existen los disfraces si uno se ha desmoronado de verdad.”

La expresión del dolor es tan exacta, tan poéticamente directa que su amarrada belleza no deja ni una concesión al lugar común y, sobre todo, no pide subrepticiamente al lector esa complicidad compasiva en lo humano ni esa aprobación estética en lo artístico que las confidencias dolorosas traducidas a literatura a menudo intentan recabar. Lo único que cuenta es lo que está ocurriendo en esa habitación de hospital:

“La enfermedad es un pupitre. Yo juego a recordar. Para evadirme. Pero sufro, no soporto la fiebre, su rencor, sus colchones falsos, su primogenitura. Me rebelo. Soy la nieve cayendo en un estanque. Soy lo que no quiero ser”

Y yo sigo leyendo con esa fascinación que siento como moteada de alfileres de dolor que son barridos por oleajes de júbilo:

“Le pongo al niño, en sus heridas, unas gotas de Betadine. Me mancho las manos, y el niño se ríe de mis dedos manchados. Y esa risa es un balneario”

Y en otra página digiero la ironía amarga que determinada estancia en el hospital despierta en el autor. Es una tarde de verano y varios niños gravemente enfermos se congregan arrastrando sus portagoteros y se crea una tertulia y hasta se aprecian sonrisas:

“Lo pienso después y creo que sólo falta una cámara fotográfica para que Dios nos retrate a todos y enseñe la foto a sus amigos.”

¿Y si ante la enfermedad del niño alguien esgrime el Alma, sus atributos y su alcance? Entonces hay que enfrentarse al alma, ese magma blanco que no cura las heridas de los niños ni sabe interpretar la importancia de los números:

“EL ALMA. Yo no quiero salvar mi alma. Sólo quiero salvar a un niño enfermo. La vida es un tablao flamenco. Pero también es una falsificación Hay quienes jamás lo descubren. Pero no me importa el alma. Porque el alma es una ventana que puede cerrarse. No me interesa el alma. Sólo me interesa el calendario. Aunque no sepa en qué día me encuentro.”

La realidad y el calendario cercan al padre y sin embargo, a lo largo de todo el libro, vemos cómo a su dolor le crecen tentáculos nuevos que alcanzan a rozar los rostros de otros que padecen y luchan por sobrevivir en las calles: el ecuatoriano que se disfraza para no mendigar, el alpinista perdido en la nieve de la montaña, el hombre que rebusca en la basura, el chino al que asaltan y al que roban sus escasas pertenencias lejos del amparo de su tierra. Todo ellos son Yorgos, el niño enfermo, y Yorgos es también ellos. La habitación de hospital es el mapa del mundo. El padre compra el periódico esperando encontrar la noticia de que el montañista ha sido rescatado y compra a un hombre chino que anda en venta ambulante tres ventiladores. El padre, cuando no está en el hospital, también está restañando por el mundo las heridas del niño.