miércoles, 10 de noviembre de 2010

Con Antón Chéjov en Valderrobres

Estoy pasando tres días en Valderrobres. Mi habitación da al río Matarraña, al que me asomo tan a menudo que las palomas que dormitan en el entramado del alero ya no se inmutan cuando abro el balcón y salgo al corredor quedando mi cabeza a un metro de sus nidos. El lunes huían de mí y del ruidoso batir de puertas y postigos viejos. Ahora me vigilan perezosamente desde lo alto, con un solo ojo, desde una rendija de los párpados; actitud que les otorga un porte sabio y condescendiente. Acabo de caer en un antropomorfismo fácil que irritaría a Chéjov. Cuando no contemplo el río – luminoso y apacible a pesar de su diabólico nombre- , leo la correspondencia que Chéjov mantuvo con otros escritores, muchos de ellos primerizos. También escribo algo, muy poquito porque aquí todo son alicientes y todo juega a despistar de los buenos propósitos. Además las distancias son cortas en Valderrobres y una las recorre en un suspiro y con gusto para ir a degustar conversaciones y vino blanco con M., mi amiga la pintora holandesa afincada aquí, o para pasear arriba y abajo del puente medieval o para rastrear el esplendor del otoño en el chopo más amarillo de todos o para dilatar las cenas con los tres músicos con los que comparto la mesa o para visitar el taller de I., una amiga ceramista o para...

Valderrobres