domingo, 14 de noviembre de 2010

Pintura de Miguel Ángel Buonarroti

Sobrevivir al cisne

No me gusta la literatura que por salpimentar de ingenio lo que no es más que frivolidad se arroga una consistencia que no es más que humo. No soporto la literatura de temática rabiosamente actual según las anteriores premisas. No me gusta que haber traído a estás páginas los criterios de Chéjov signifique que no se pueda comulgar con otros muy distintos. Por ejemplo, ¿cómo refutar lo que dice Sabato sobre la subjetividad?:

“Consideremos un árbol. Primero lo pinta Millet y luego lo pinta Van Gogh. Resultan dos árboles distintos, en virtud de esa “maldita intervención del autor” (las comillas pertenecen a los teóricos del objetivismo). Pero es precisamente esa inevitable irrupción del artista en el objeto lo que hace superior el árbol de Van Gogh al árbol de Millet y al de cualquier fotógrafo.
Más todavía, ese árbol es el retrato del alma de Van Gogh”

No me gusta la idea de cristalizar y quedarse ahí, petrificada en forma de carámbano para siempre. El camino del escritor ha de ser dialéctico, más titubeante que un tentetieso, lábil, ambivalente a veces, inestable sobre el oleaje, testarudo si es el caso desafiando cuanto acabo de decir. Escribir es una escuela de carácter (no recuerdo quién lo dijo), hay que templar el carácter y las cuerdas pasando de las más agudas a las graves y al revés, hay que no dar por vista ninguna bocacalle de las que muerden los costados de la avenida principal. Escribir es un viaje arduo lleno de celadas y atajos. El vitalista ignora el atajo (pregúntesele a Nietzsche si tomó atajos; o a Cavafis). Hay que escoger el camino plagado de cepos y trampas y curtirse sorteando las emboscadas. Eso es ser vitalista, que no eufórico ni plácido; ser de un vitalismo que no intente demudar los gritos de lo que nos atormenta atrancando la puerta a la que llama el lobo. Escuchar al lobo y acariciar la lana del cordero, atravesar los ruidosos emporios y mirar a la cara a los lestrigones; beber maná y tener el valor de admirar los cisnes aunque el Modernismo y siglos de literatura bucólica nos los hayan robado. En realidad, ¿quién nos ha robado los cisnes y las grullas y los nenúfares…? Y sin embargo: no admirar los cisnes, no exhibirlos a estas alturas, pero sí, sí: encontrar en el párrafo las palabras que merezcan resucitar al cisne. Y si no, matar al dichoso cisne. Pero antes de dejarlo ya de mano que descanse para siempre del lento asesinato que Tchaikovsky perpetró para él, revivirlo un momento, solo un momento crucial, para intentar pasar la prueba de invocar lo manido con el viraje insólito.
Y sobrevivir al cisne.
Y empezar a escribir, de nuevo, acerca de cualquier cosa, pero apoyando el papel sobre la tumba de ese cadáver.