jueves, 28 de octubre de 2010

Cuando vivir es una fiesta

Pero después, cuando he deambulado entre lecturas no edificantes precisamente, cuando he ocupado confusamente el tiempo en no escribir sino en pensar en hacerlo, cuando he postergado tareas que exigían una concentración que no me asistía, cuando casi empezaba a desesperar presa de un ánimo no creativo, no fructífero, toda yo todavía empapada de las telarañas de una noche poblada de sueños inquietantes; después, digo, bajo corriendo las escaleras como quien huye de un ático tenebroso y, aún en pijama, desafiando el frío de octubre, salgo al porche trasero y el sol me arrasa como un amante ávido e impaciente que me hubiera estado aguardado a la intemperie y Gina, mi gata, me acecha medio oculta entre la maraña de una red de rastrojos y al pronto corre a abordarme y me provoca para que corra tras ella y desaparece en cuatro saltos y vuelve y recula y perfecciona sus payasadas sabiendo que la miro y, como el cuadro es delicioso, me siento para regocijarme a placer mientras ella se deja caer de espaldas y se frota el espinazo contra el barro trazando órbitas veloces con las patas; entonces, digo, yo pienso en las pinturas de Chagall (esas figuras sinuosas que planean por el aire pensando en el inminente abrazo, en el colorido encuentro con otras) porque tengo la impresión de que Gina también va a emprender el vuelo y echárseme encima como una estola diligente y viva de dibujos animados para robarme un beso…, y sí, es entonces cuando todo el caos y los rescoldos nocturnos y la tiniebla mental y el escrúpulo creativo se disipan y vivir se convierte en una fiesta.